“Ya no quiero otro amor, pues a mi Dios, toda me he entregado y de suerte se ha trocado, que mi amado es para mí, y yo soy para mi amado.”
Este pequeño extracto de la emoción y el pensamiento de santa Teresa, quise utilizarlo en mi predicación de la vigilia pascual y dirigirlo especialmente a mis jóvenes con el fin de amarrar en un solo mazo la experiencia de nuestra misión de semana santa. Intenté decirles que todo aquello por lo que con tanto ahínco y esfuerzo habían trabajado no podía desviarse de su objetivo total y principal: crecer en el amor a Cristo quien por su Pasión, muerte y resurrección nos logra la tan esperada redención y nos demostró un amor único.
Realmente la semana Santa es un tiempo de profunda y tangible gracia, pero de una gracia que llena el corazón no de cosas sin sentido y escandalosas, sino de un cierto y profundo amor por Cristo.
Y así recorremos la Semana Santa, iniciando con ese domingo de ramos lleno de gloria humana que termina siendo, como siempre, fugaz, y que contrasta con la gloria divina y eterna que se celebra ocho días después. Así lo vivió aquel pueblo, con clamor y hurras y de pronto vinieron de los mismos corazones y bocas, las injurias y condenas. Y nosotros no podemos excluirnos de eso, basta echarnos un clavado a nuestra conciencia y evaluar cómo vivimos estos días.
Luego el jueves nos trasladamos al momento más lleno de coloridos sentimientos y emociones, en la preparación alegré, en la exigencia de amor, en la cena mística, en la soledad del Getsemaní. Ahí donde el maestro deja en manos de asaltadores, delincuentes, sediciosos e infieles (no por lo que son, sino por lo que después de su muerte llegarán a ser) la autoridad para alimentar a todos con su Cuerpo.
El viernes de ordinario lo vivimos empuñando el manto de María, como un niño que no se suelta de la falda de su madre por temor y dolor. Definitivamente nuestro llanto es distinto al de ella, la Señora, la Madre, la Hija, la Discípula verdadera. Con ella vemos a su Hijo, el inocente, el santo, el justo, levantado en una cruz junto a ladrones mientras nos mira compasivo y nos ama. El dolor se saborea como una postración cósmica mientras los hombres se rifan las pertenencias más burdas del heredero.
El sábado el universo guarda silencio, quizás espera escuchar la voz del amor que bajando al lugar de los muertos grita: ¡Hoy se cumple su esperanza y la profecía que en sus vidas y en sus labios resonaba! Y ese día, el día en que el amor venció al odió, la alegría venció a la desdicha Cristo se levanta glorioso y alegre con una sonrisa en los labios porque aquellos a los que tanto amaba vivirán para siempre con él. Brilla desde su interior con la gloria del cielo y el sepulcro y el mundo se llenan de luz. El amado ha regresado vencedor, luchó por nosotros y triunfó. Somos suyos, somos libres y somos nuevos, porque él hace nuevas todas las cosas.
Contemplar verdaderamente a Cristo resucitado hace que los que creen en él sonrían con júbilo, no solo por la salvación y la corona que nos comparte, sino también porque el amado ha regresado a nuestro lado. Dos días bastaron para extrañarlo, para regresar con el corazón desgarrado como lo vivieron los discípulos de Emaús. No se trata de un guerrero contratado para nosotros, se trata del amigo que dejó sus privilegios y por mí y por cada uno de nosotros entregó su vida.
¿Cómo no amarlo? ¿Cómo no enamorarse cada vez más de él? ¿Cómo no dejar esos amores furtivos, perecederos y falsos por el amor sin límites del que me pide amar a todos con su mismo amor?
Grave desdicha es ignorar todo lo anteriormente descrito y aferrarse a falsos amores a seres perecederos. ¡Que te alegre Cristo! ¡Que te alegre su amor y su salvación! ¡Que te alegre y te llene de esa felicidad que nada en el mundo te puede dar¡ ¡Él es nuestra alegría! ¡Él es la novedad si deseas dejar atrás lo viejo! ¡Él es el amor, si deseas amar!
Yo por mi parte: “Ya no quiero otro amor, pues a mi Dios, todo me he entregado y de suerte se ha trocado, que mi amado es para mí, y yo soy para mi amado.”