miércoles, 12 de junio de 2013

La reconciliación después de la confesión

No recuerdo mi primera confesión, aunque me gustaría mucho hacerlo. Sin embargo sí puedo recordar la primera vez que conscientemente viví la reconciliación con Dios por medio del sacramento de la confesión. Pudiera parecer que dije lo mismo, y sin embargo hay una gran diferencia. La primera seguramente la realicé como parte de una ley (noble en su origen sin duda y que me preparó para la segunda) en mi catequesis infantil, mientras que la segunda surgió de mi necesidad, de mi sed de Dios. Ambas fueron momentos sacramentales en que Dios me otorgó su perdón, pero no en todas hubo verdadera reconciliación en mi interior.


Y es que eso precisamente es lo que hace la gran diferencia entre una confesión y una reconciliación. Mientras que la primera puede reducirse a la enunciación de una o más faltas conforme a una ley básica revisada a modo de "checklist" la segunda surge de aquel "dolor de los pecados" por reconocer que en algún punto del camino me alejé, por propia voluntad, de ese amor envolvente de Dios, a veces más conscientemente otras menos, pero ambas aportando distancia entre mi y Su amor.

Pero no solo es el reconocimiento lo que hace única una verdadera confesión, sino el modo en que precisamente concluye ese hermoso rito en el que Dios a través del sacerdote, extiende su mano sobre mi cabeza restituyéndome mi dignidad y fortaleciendome para la nueva lucha mientras me bendice como seguramente lo hizo aquel Padre pródigo con su hijo desobediente a su regreso. 

Junto con ese signo de su perdón, hay algo igualmente delicioso, un placer divino -porque definitivamente viene de él- y que es el deseo de no volver a abandonarlo, el anhelo de pertenecerle completamente sin guardarme nada para mi. El deseo de no volver apartarme de su lado. Surge esa divina sed que sólo ÉL puede saciar y que me comprometo en ese momento a no volver llenar con algo que no sea El. 

Eso es reconciliación. Es como esas escenas que se ven en las películas y que suceden cada vez menos en la vida real, donde en la pareja uno de los cónyuges comete un grave error e infidelidad y después de muchos tropiezos reconoce lo que ha perdido y con gran dolor en el corazón, lágrimas en los ojos y honesta voluntad reconoce su falta y promete no volver a caer. 

Quien vive este dolor y este anhelo ha vivido una verdadera reconciliación con Dios. Nunca será reconciliación si no existe en mi en ese momento el honesto deseo de no volverlo a traicionar. 

Claro que no olvido que nuestra fragilidad nos pueden llevar a caer nuevamente, pero que esta idea no se convierta en una justificación que me haga perder el deseo de no traicionarlo, de entregarme completamente a Él. 

Dejemos que su misericordia transforme ese maravilloso momento en que nos recibe, nos perdona y nos abraza, mientras lo escuchamos decir aquello mismo que Jesús le dijo a la pecadora pública: "vete y no vuelvas a pecar"


Les dejó una pequeña oración que he escrito y que busca precisamente manifestar ese anhelo de reconciliación con Dios y de total entrega a la gracia. 

Padre bueno, que por el sacrificio de tu Hijo en la cruz y mediante el Espíritu Santo me concedes el perdón de mis infidelidades,  hazme volver a ti y aumenta mi sed de ti, para no abandonarte de nuevo y no pecar más rechazando tu amor. Quiero ser todo tuyo como tu te me has dado por completo a mi, Dios mio. Amén.