sábado, 28 de junio de 2014

Lo que el mar me cuenta

He tenido la oportunidad hace poco tiempo de acercarme al mar. No creo ser el único que haya experimentado el poder hipnótico de tan maravillosa criatura de Dios. El vaivén armónico de sus olas, el rugido grave y solemne como un canto conventual y la caricia apasionada del aire que lo provoca y lo incita. 

Y bueno mi mente siempre saca a relucir aquellos episodios del Evangelio vividos sobre el mar de Galilea. La pesca, la predicación de Jesús sobre la barca, la tempestad calmada. Pero especialmente me deleito en dos pasajes en los que he encontrado una conexión personal. 

El primero de ellos narra el momento en que mientras algunos de los apóstoles están pescando de noche Jesús se acerca a ellos caminando sobre el agua mientras ellos aterrorizados lo confunden con un fantasma. Jesús los llama a la tranquilidad de saber que es él y Pedro no pierde la oportunidad de solicitar el poder de realizar el mismo prodigio. El Maestro lo invita a hacerlo pero el miedo de Pedro es más grande que la confianza que debería tener a su Señor. La amonestación vendrá inmediatamente después de ser salvado. 

El segundo pasaje es posterior a la resurrección. Jesús resucitado se aparece otra noche a los apóstoles que todavía un poco tristes y confundidos como para despabilarse de aquellas emociones deciden salir a pescar. Ahora Jesús no camina sobre las aguas. Los llama desde la orilla. Sólo el discípulo amado lo reconoce y lo avisa a los demás. Pedro que hasta ese momento tenía el corazón marchito por tantas vivencias anteriores a la resurrección siente que su corazón late impulsivamente se "ciñe la túnica a la cintura" y se arroja al mar para llegar nadando hasta donde está su maestro. 

Al superponer estos dos eventos evangélicos lo primero que surgió a mi visión fue algo demasiado simple y sencillo. Mientras que en el primer episodio Pedro está ansioso por tener el mismo poder de su Maestro en el segundo lo único verdaderamente importante es estar con él, con su Maestro. 

Me gusta imaginar que en ese segundo episodio hasta el mar tuvo que calmarse para disfrutar la escena de un Pedro que ya no le teme porque lo mueve el amor y el amor confronta cualquier miedo. 

Grandes teólogos han escrito maravillosas exégesis y disertaciones acerca de estos dos pasajes. Tales trabajos me han ayudado tener un panorama más detallado y atento de los mismos. Pero la luz que recibo de ellos, esa me la ha dado Dios. 

Con esa luz puedo mirarme como Pedro unas veces deseoso de tener el mismo poder que mi Maestro en determinadas cosas, ansioso de caminar sobre las aguas (como si caminar sobre las aguas fuera un apostolado) y otras veces con verdadera felicidad me veo tirándome al agua con la túnica ceñida a la cintura (signo de verdadero servicio como lo hizo Jesús en la última cena) y teniendo como único objetivo llegar hasta donde está mi Señor vivo y esperándome con los brazos tan abiertos como su costado abierto para mí. Por mí. 

No necesito caminar sobre las aguas y nadie necesita que camine por las aguas. Yo y todos necesitamos que me ciña la túnica a la cintura y con gran esfuerzo nade hasta donde esta Cristo. 

Bendito Mar, bendita criatura de Dios que besaste los pies de mi Señor cuando caminó sobre ti, que lo oíste hablar dirigiéndose a sus discípulos usándote como escabel, que te callaste obediente cuando te mandó callar, que abrazaste a Pedro y lo lavaste de su orgullo antes de llegar al maestro cuando nadando en ti llegó hasta él. Que tus olas y tu canto nos sigan inspirando y recordando al Dios que te creó.