“Nuestra vocación es la libertad”
(Gal 5, 13), así lo afirma San Pablo en la carta a los Gálatas. Y es una verdad
que no debemos olvidar.
La esclavitud parece formar parte
de esta naturaleza humana lastimada gravemente por el pecado. El hombre no solo
tiende a esclavizar sino incluso, y mayormente, a ser esclavo.
En las distintas etapas de la
historia humana reconocemos los graves momentos en que el hombre ha atentado de
manera pública contra esta vocación de la que nos habla San Pablo. Los grandes
imperios veían como algo natural la conquista de nuevos territorios con la
consecuente esclavitud de quienes morarán en sus recién adquiridos territorios.
En los mejores de los casos se fueron estableciendo normas que regularan
algunos “derechos” para los esclavos, sin embargo nunca se tuvo lo verdaderamente
importante. Actualmente la esclavitud es un tema aberrante y nauseabundo que
ataca las esferas más indefensas y marginales de nuestra sociedad: la trata de
mujeres, la terrible y ofensiva prostitución infantil, los trabajos indignos y
mal remunerados en condiciones pésimas para cualquier ser humano. Sí, la
esclavitud aún existe.
El hombre aún sigue cayendo en la
tentación de ser como “dioses”, dioses egoístas e inhumanos que no son capaces
de reconocer la dignidad de quienes tratan como a un simple objeto de
producción e interés.
Sin embargo aún más dramático
resulta el ver a un hombre entregar su propia libertad y hacerse esclavo de
tantas y tantas cosas que hieren y pervierten no solo su dignidad y derechos
humanos, sino la dignidad que Dios mismo ha querido darle haciéndonos hijos
suyos.
Y así recorremos la vida
posiblemente siendo esclavos del consumismo que nos obliga a entrar en una
carrera acelerada por llenar vacios en nuestra vida. Otras veces somos esclavos
de un pasado que nos rehusamos a dejar atrás y venimos arrastrando
dolorosamente. Otras veces somos esclavos del dolor, y nos gusta mantener
heridas abiertas que pudieron haberse cerrado hace muchos años. Somos esclavos
de una serie de sentimientos (rencores, tristezas, envidias) que toman las
riendas de nuestra vida y nos arrastran sin piedad atropellando a todos a
nuestro paso. Somos esclavos de nuestras ocupaciones y trabajos, en una carrera
por el éxito en la que vamos dejando atrás olvidados a la gente a la que
amamos. Y quizás unas de las mas vividas por quienes de alguna manera deseamos
mantenernos cerca de Dios es la esclavitud a ciertas “caricaturas o mascaras”
que nos hacen sentir buenos y que esconden aquello que realmente no estamos
dispuestos a cambiar, a convertir.
Otras tantas veces somos
verdaderos dictadores sobre la libertad de los otros. No sabemos cómo dejar que
la gente a la que amamos sea libre sin que suframos. Algunos papás no saben en qué
momento o hasta qué punto su hijo puede ser libre. Los esposos no saben cómo
dejar libre a su cónyuge por miedos o en el peor de los casos por celos
infundados. Las parejas de novios parecen querer adueñarse a fuerza de
manipulaciones crueles de la vida del otro. Los amigos se enojan porque no
pueden obligar a su otro amigo a seguir o tal consejo. Los más inmaduros llegan
a poner límites en el trato con los demás y les prohíben a hacer nuevos amigos.
El ser humano parece no reconocer la esclavitud cuando la está viviendo o
ejercitando.
Cada Pascua el pueblo Judío
celebraba la fiesta de su liberación, y un día llego Jesús y les hizo ver a
muchos que aún que seguían siendo esclavos y nos ofreció la libertad. La
verdadera libertad.
Nos la explico de muchas maneras.
Nos presentó a un Padre, que respetando la libertad de su Hijo le entrega su
parte de la herencia y se queda esperando pacientemente su regreso. Nos
presenta a un pastor que sin reclamos va en busca de la oveja que se le perdió y
cuando la encuentra la carga en sus hombres y la restituye al rebaño. Lloró
calladamente al ver a Jerusalén mientras musitaba “¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que
son enviados a ella! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina
junta sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mt 23, 37)
La libertad queridos amigos, se
vive al modo de Dios. Se trata de amarme lo suficiente como para ser dueño de mí
mismo sin que nada obstaculice mi camino a la perfección. No le puedo permitir
a nada y a nadie que atropelle mi dignidad, ni si quiera me lo puedo permitir a
mí mismo. Respetar la libertad del otro es amarlo verdaderamente y esperarlo
con paciencia como el Padre de la Parábola. Significa valorar al que respeta mi
libertad y no usar mi libertad para justificarme y evitar compromisos.
La libertad de tus hijos, querido
padre y madre de familia, es confiar en la labor que hiciste con ellos desde
pequeños para reconocer la voluntad de Dios y saber que aún cuando hiciste eso,
tus hijos tienen derecho a fallar y a corregirse. Es duro, es difícil, pero
Dios es nuestro modelo de misericordia y paciencia ante la libertad humana.
La libertad, queridos esposos, es
un compromiso para ser siempre uno y caminar unidos hacia la perfección y el éxito
de toda una familia, y no solo de los planes y proyectos de uno.
La libertad, queridos muchachos
que viven el noviazgo, es el ejercicio de aprender a comunicarse con claridad y
respeto al mismo tiempo que se apoyan el uno al otro en perfeccionarse
personalmente en el desarrollo de sus capacidades y en su dignidad como hijos
de Dios para que lleguen el día de su matrimonio a ofrecerse el uno al otro lo
mejor de sí gracias al apoyo del otro.
La libertad es para los amigos un
signo de verdadera amistad. Nunca será un buen amigo quien te manipula y te
conduce a ser peor persona.
Nuestra vocación es la libertad.
Dios nos quiere libres, despójate, libérate de pesadumbres que no deberían
formar parte de tu vida y que te impiden caminar con la cabeza en alto. Vivamos
libremente mientras respetamos y amamos la libertad de los demás.