La historia de nuestra iglesia,
cuerpo místico de Cristo, nos ayudará en nuestra reflexión acerca de la
humildad y la pequeñez, pues Dios mismo a escrito la historia de los más
pequeños con las letras más grandes y preciosas, a fin de que con el testimonio
de ellos descubramos la belleza de amar nuestra bajeza.
Debemos empezar ciertamente por
el más sublime representante de la pobreza evangélica en la Iglesia, el Santo
de Asís. Pero qué hemos de decir que no se haya dicho ya de él. Diremos lo que
Dios quiera decirte a ti especialmente hijo. Que de este Santo podemos aprender
a amar nuestras manos vacías que se extienden hacia Dios sedientas de su gracia
y se extienden hacia los hermanos para recordarles que Dios esta sediento de su
amor.
Cuenta alguna de las florecillas
de este santo que en alguna ocasión uno de sus hermano quiso poner a prueba su
humildad y le pregunto «¿Por qué a ti Francisco?» a lo que él respondió: “me ha
escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la
belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no
de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse
en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el
Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por
siempre.”
La pobreza de francisco es tan
real que él no tiene necesidad de despojarse de nada, el sabe que no tiene nada
de que despojarse. Nada es suyo, y hasta su miseria le pertenece a Dios.
¿Nosotros también le hemos entregado generosamente nuestras miserias o las
hemos querido esconder de él? O tal vez no ha sido de él de quien hemos querido
esconderlas, sino de nosotros mismos, de nuestra imagen de perfección y bondad
que es preciosa y no queremos perder.
Precisamente sobre esto último,
otra pequeña de Dios, Santa Teresita del niño Jesús, nos aporta un gran
pensamiento sobre la alegría más grande que puede anhelar un cristiano:
“Comprendí en qué consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es
de este mundo me hizo ver que la verdadera sabiduría consiste en «querer ser
ignorada y tenida en nada», en «cifrar la propia alegría en el desprecio de sí
mismo». Sí, yo quería que «mi rostro», como el de Jesús, «estuviera
verdaderamente escondido, y que nadie en la tierra me reconociese». Tenía sed
de sufrir y de ser olvidada...”
Ser olvidado. El corazón del
hombre cuando es honesto sabe reconocer que desear ser olvidado es algo que no
es placentero. Pero cuando en verdad sabemos que lo importante es que jamás se
aparte de la memoria de quienes amamos el rostro de Cristo, podremos pronunciar
aquellas mismas palabras del bautista «Conviene
que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3, 30)
Lejos de Dios somos indigentes
que mendigamos y nos llevamos a la boca toda clase de miserias. Somos pobres,
no es necesario esforzarnos por serlo. Comparado con lo que Dios quiere
regalarnos todo lo que pudiéramos tener –y no hablo definitivamente de nada
material- es basura.
Si te preguntas «¿Cómo se ama la pequeñez?» Todo empieza por reconocer que somos pequeños y que
Dios ama a los pequeños. Así nuestro corazón unido al de Dios y amando lo que
el ama me llevará a amar mi pequeñez.
Se ama con pasión la propia
pequeñez, a mi parecer en este momento, por dos razones. Primero, porque Dios
ama a los pequeños, a los pobres a quienes gusta “colmar de bienes”, y segundo
porque gracias a mi pequeñez Dios me carga entre sus brazos siempre. No es la
elevación la que nos interesa sino que abrazados a él estamos a la altura de su
corazón amoroso.
¿Qué es nuestra pequeñez? No es
solo la indigencia y la pobreza. Es también nuestra miseria, y la miseria es
siempre vergonzosa. Es mostrarme ante Dios, que siempre me mira con amor y
ternura, con todo el barro con que me he ensuciado. Con mis sentimientos
egoístas, con mis pecados escandalosos. Es presentarme desnudo ante él con la
vergüenza de Adán pero sin escondernos de él.
Solo hay una cosa que Dios ama de
ti: tu corazón roto y necesitado de él. Angustiarnos por hacer todo bien es
cosa vana sino existe en nuestra conciencia la siguiente idea: No hacemos todo
bien para convencer a Dios de que somos buenos. Hacemos bien las cosas porque
somos imagen y semejanza de él y él todo lo que ha hecho lo ha hecho bien. Solo
hay una cosa que Dios ama de ti: tu corazón roto y necesitado de él. Esto lo
único que Dios mira con deseo.
Pero hemos llegado al momento de
hablar de nuestro mejor modelo de pobreza: el mismo Cristo. De él hemos de
aprender que el amor implica renuncia y humillación, y humillación en el
sentido más literal. Humillarse significa renunciar a una “imagen digna” ante
el mundo y empezar a hacer algo “indigno” por amor. Cristo ha renunciado a su
majestad y dignidad de soberano y se ha puesto a lavarle a los pies a quienes
lo iban a abandonar. El amor al otro nos hace siervos. El amor a nosotros
mismos nos hace señores.
Mi invitación, es a
no imitar las palabras y acciones de Francisco o Teresita. Mi invitación es a
mirar sobre la cruz a aquel que ya “no
tenia figura humana” y a que te olvides de imitar a otros santos y
descubras como debería ser tu, humilde y pobre. No será imitando a
otros como lo logres. Tus renuncias serán distintas a las de ellos, tus
humillaciones también.
Así mientras lo descubres, que no
se aparte de tu corazón una oración sincera nacida de nuestra real pobreza,
repetida con amor y necesidad:
Nada tengo Dios mío, solo te
tengo a ti… Necesito de ti…
Nada tengo Dios mío, solo te
tengo a ti… Necesito de ti…
Nada tengo Dios mío, solo te
tengo a ti… Necesito de ti…