Hace ya algún tiempo me quedé prendado de un definición que el Padre
Raniero Cantalamessa hacía de Dios, «es el Dios felisísimo» decía él afirmando
a Dios como esa fuente última de la que todo hombre, para ser feliz, debe beber.
De cuando en cuando me pregunto si los hombres sabremos realmente en qué
consiste ser feliz o si nuestra
felicidad es esa opinión relativizada que cada uno define a su propio
gusto.
No me queda más remedio que enfrentarme al golpe impetuoso y necio de la
ola social y proclamar aquellos versos de los conventos carmelitanos que dicen:
"Cristo será tu alegría y Cristo te enseñará y solo Cristo será tu amor y
tu compañía"
Me gustaría hacer uso de un recurso de mercadotecnia para continuar con
esta simple reflexión. No hay mejor vendedor de una mercancía que el que te
comparte desde su experiencia las bondades de su producto.
En nuestro caso a ese recurso le llamamos "testimonio" y no es
más que una declaración personal y honesta de lo que muchos han vivido cerca de
Dios. Así escuchamos a San Agustín decir que "Dios es feliz y hace feliz
al hombre" o a San Francisco diciendo "¡Tu eres alegría y
regocijo!"
Y entonces llego a este momento en que la propuesta de felicidad de Dios
choca con la propuesta de felicidad del hombre que no conoce a Dios ni lo
busca, y se generan entonces esas vorágines como cuando chocan en el cielo
ondas de aire frío y caliente.
Que difícil resulta hacerle ver al hombre que su verdadera
felicidad no está fuera de él sino dentro de él. Que es inútil fatigarse en una
carrera inhumana de aprobaciones, experiencias idealizadas, placeres, cuando lo
único que es absolutamente necesario es mantenerse "conectado" a
Dios.
Dios hace verdaderamente feliz al hombre. Me ha hecho verdaderamente
feliz a mí. Y esto no significa que mi vida sea un continuo camino de pétalos
blancos sobre verdes y amables pastos ni viceversa. La vida de todo hombre y de
todo mujer es un geografía fecunda de valles y crestas. Sin embargo en mis
momentos de mayor pesadumbre he sido feliz porque Dios ha estado ahí, a mi
lado, e igualmente en mis días de mayor
alegría mi verdadera felicidad fue su presencia fiel junto a mí, más allá de
las carcajadas fugases y los momentos placenteros. Dios es nuestra felicidad
eterna y constante, vayamos donde vayamos, y vivamos lo que vivamos.
No ha sido fácil para mí presentarles a los jóvenes esta definición. De
manera natural nunca lo es. Una gran cantidad de jóvenes son infelices a causa
de lo que está afuera de ellos sin darse cuenta que dentro de ellos, en lo más
íntimo de su conciencia y su corazón los espera pacientemente una fuente
inagotable de amor, paciencia, de alegría, de esperanza, de fortaleza, de
humildad, de sacrificio. De esa fuente surgirá el agua con la que bañarán todo
lo que está fuera de ellos. Esa fuente interior es Dios que me invita a una
única fuente externa que brota del costado abierto de Cristo de donde fluyen
los sacramentos.
En mi trabajo apostólico veo con esperanza a quienes viven alguna tristeza o enojo. Algún día con la gracia de Dios descubrirán que siendo libres pueden disfrutar más de su vida y de su fe. Pero realmente me duele el corazón y se remueven mis entrañas cuando conozco a alguien que me dice que no es feliz. Me preocupa y se gana mis intercesiones más incesantes ante Dios. Nadie debe ser infeliz, y menos si conoce a Dios.
David en el Salmo 51 después de haber pecado clama a Dios diciendo
"alegra los huesos quebrantados". Es infeliz quien está lejos de Dios
o quien teniéndolo lo ignora o no lo sabe escuchar. Ser feliz es saber que Dios
va conmigo siempre con la misma certeza con la que se que el sol está vivo y
encendido detrás de las nubes por más negras que estén.
Vivir feliz es algo posible y real, porque Dios es real y no hay nada imposible para él. Y entonces cuando al fin descubrimos esta gran verdad la felicidad rebosa y alegra el corazón del hombre convirtiéndolo en testigo de un Dios que está vivo y cercano a nosotros todos los días hasta el fin del mundo.