Aun ando un poco quemado por la larga exposición al sol durante el peregrinaje para llegar al parque bicentenario. No cabe duda que esas poco más de cuatro horas de camino bajo el sol y en compañía de mis muchachos y de otras trescientas mil o más personas fue una muy mística experiencia de peregrinaje al modo del pueblo de Israel en el desierto. Se aprovechaban las pocas sombras que de cuando en cuando aparecían, surgían las bromas motivadoras para aguantar la rudeza del camino, y de la nada aparecían las porras y los cantos que manifestaban que no habíamos olvidado hacia donde nos dirigíamos, la alegría de nuestro destino. Resultaba, pues, muy obvio que aquello era una visión de lo que la fe hace en el camino de la vida del hombre.
Al fin cuando llegamos nos encontramos otros tantos miles que ya cantaban alegres su estancia en aquel lugar acomodados sin egoísmos sobre las mantas de unos y de otros. Nos dispusimos a descansar primero después de la cansada caminata y poco tiempo después empezó la excursión de reconocimiento por toda el área. Podía percatarme del rostro asombrado de mis muchachos ante la infinidad de personas y de carismas que hasta ese momento eran desconocidos para ellos. Hacia un lado aparecían sacerdotes de impecable traje negro y camisa clerical almidonada, mientras que por otro lado podían ver la sencillez de algún monjecillo de raidos hábitos, por otro lado la pureza de alguna monjita sonriente y por otro el misticismo de un hábito negro encapuchado. Más adelante unos fieles rezaban y frente a ellos otros cantaban, miles de jóvenes corrían y gritaban por los pasillos de tierra como los hacen los niños en los pasillos de nuestros templos. Frente a un grupo de gente sonriente y satisfecha predicaba un hermano religioso completamente descalzado vestido con un sencillo hábito blanco pero con una palabra potente arrancada del evangelio Por allá las hijas de la beata Teresa de Calcuta, y más cantos, y más fieles y más porras creativas: “Benedicto, equis, uve, palito…” (Esta definitivamente me hizo reír en muchas ocasiones)Aquello era definitivamente un momento de comunión y de transfiguración. Aquello era un montaje plástico que nos ayudaba a entender el artículo de fe: “Creo en la Iglesia, que es UNA, SANTA, CATÓLICA y APOSTÓLICA”, esa iglesia que es al mismo tiempo pecadora y santa, una iglesia que si no está unida a Cristo y entre sus fieles no pasa de ser una simple asociación civil.
Las horas fluyeron dinámicas ante las miles de novedades que pasaban frente a nuestros ojos. Cayó la noche y el frio férreo no menguó el ánimo ni los cantos, ni las porras. Los muchachos seguían corriendo y cantando, se paraban frente a los dormidos y cantaban más fuerte para animar a los somnolientos, en fin, la noche y su frio fueron testigos de las fe de las más de cuatrocientas mil almas para ese momento.
Llegó la mañana y el momento de ubicarme en mi lugar para concelebrar en la misa presidida por el Santo Padre. Empezaron a llegar invitados que se creyeron importantes mientras Cristo seguía sonriendo desde el cielo viendo atentamente a la viejecilla que rezaba el rosario y cantaba a su Santísima Madre. El sol aún no salía cuando llegué a mi lugar. Otros sacerdotes con bolsas para dormir abigarrados y entumidos ya esperaban en sus asientos. Una hora y media más tarde el sol empezó a levantarse y a iluminar el hermoso Cristo que presidia desde atrás del altar.
Los pájaros empezaron a danzar en el aire en parvadas y frente a todos nosotros, como los muchachos lo habían hecho corriendo de un lado a otro sobre la tierra.
Los invitados siguieron llegando, y al fin el cronista anunció que el Santo Padre sobrevolaba ya el parque Bicentenario a lo que la multitud respondió con un vehemente grito de alegría y aplausos. Pasaron pocos minutos para que aterrizara y empezara su recorrido por los pasillos del parque; los hijos de Dios se alegraban pletóricamente porque veían al Pastor sencillo y humano, que Cristo se había elegido para pastorear a la niña de sus ojos, para custodiarla, para defenderla, iluminarla.
Después de un paseo lleno de signos de amor mutuo en el que el Santo Padre recibió de la iglesia de Cristo sombreros charros, bendiciones, proclamas de bienvenida, pero sobre todo una infinita cantidad de plegarias que brotaban de los corazones al fin llegó al altar y pude verlo por primera vez, a quinientos metros de mi y en un lugar muy privilegiado.
Lo cierto es que en ese momento de una manera extraña mi emoción se convirtió en reflexión e intimidad. Se convirtió en disposición para escuchar el mensaje que daría aquel hombre que se convirtió para mí en un verdadero héroe, sobre todo porque entendía que los héroes de mis muchachos hacen gala de valentía, fuerza, arrojo, lucha incansable con sus rostros juveniles y sus músculos rozagantes, pero aquel que tenía frente a mi era un viejecito chaparrito, de figura esbelta y de voz entrecortada por la edad, pero que era capaz de guiar a millones de hombres y mujeres hacia la inmortalidad y a su salud que no es él, sino Cristo.
Inició la Misa y a la primera palabra dicha por él ya me sentía satisfecho, quizás porque empezó diciendo el nombre de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo…Agudicé mi oído en el momento de la homilía y de todo aquel profundo discurso muchas ideas se clavaron en mi corazón, especialmente (y se los comparto) aquello de “Nuestra Señora de Guadalupe nos demuestra a su Hijo, no como héroe, sino como el verdadero Dios por quien se vive” en referencia a los que no podemos diferenciar que Cristo no quiere ser solo un evento de compasión en nuestra vida, sino que quiere ser toda nuestra vida.
La Misa transcurrió teniendo como centro único a Cristo y su sacrificio unido en la lengua oficial y universal de la Iglesia que es el latín y que provocó meternos en líos a todos los curas despistados que tuvimos que buscar con urgencia las palabras de la plegaria Eucarística para poderla seguir.
La Misa terminó y el pueblo se despidió del Santo Padre, la adrenalina, pero sobre todo la alegría de lo vivido hizo que el camino de dos horas de regreso a los lugares de partida pasaran inadvertidos. Lo siguiente sería asimilar toda aquella experiencia.
Cristo se había manifestado en ese momento en Silao, una nube de piedad había inundado aquel lugar haciendo que las incomodidades pasaran a segundo y tercer plano, el grito de la gente al Santo Padre «¡Que se quedé, que se quedé!» era el mismo grito de Pedro frente al Señor «¡Señor, que bien se está aquí. Hagamos tres chozas…!» en ellos podían reconocer la autoridad de Cristo, su amor, su compasión, pero también reconocieron su voz diligente: “Confirmemos, revitalicemos el mensaje del evangelio en un encuentro personal y comunitario” que nos hace bajar del Tabor para encontrarnos ahora con todos los hermanos y compartir esa visión gloriosa que llena de esperanzas y de alegría a la gente que esperaba nuestras historias.
Estoy seguro que todos los que regresamos aquel día nos encontramos con gente que anhelaba escucharnos compartirles esa experiencia de gracia y bastaba con contarles la historia para que ellos mismos se sintieran extrañamente acompañados por Dios.
Aquella experiencia fue una experiencia de Dios y de su gracia, de Iglesia y de su esperanza, y de comunión y misión. Que la bendición que el Santo Padre nos dio al final de la Santa Eucaristía siga extendiéndose a todos los miembros de la iglesia y a todos los mexicanos a lo que en esta ocasión se robaron su corazón y lograron convencerle de que ya era un “Papa mexicano”.
PD. A todos los que me dijeron que era mejor verlo por TV les diría que no es así... ni siquiera es "lo mismo".