jueves, 29 de marzo de 2012

El Tabor en Silao



Aun ando un poco quemado por la larga exposición al sol durante el peregrinaje para llegar al parque bicentenario. No cabe duda que esas poco más de cuatro  horas de camino bajo el sol y en compañía de mis muchachos y de otras trescientas mil o más personas fue una muy mística experiencia de peregrinaje al modo del pueblo de Israel en el desierto. Se aprovechaban las pocas sombras que de cuando en cuando aparecían, surgían las bromas motivadoras para aguantar la rudeza del camino, y de la nada aparecían las porras y los cantos que manifestaban que no habíamos olvidado hacia donde nos dirigíamos, la alegría de nuestro destino. Resultaba, pues, muy obvio que aquello era una visión de lo que la  fe hace en el camino de la vida del hombre.

Al fin cuando llegamos nos encontramos otros tantos miles que ya cantaban alegres su estancia en aquel lugar acomodados sin egoísmos sobre las mantas de unos y de otros.  Nos dispusimos a descansar primero después de la cansada caminata y poco tiempo después empezó la excursión de reconocimiento por toda el área. Podía percatarme del rostro asombrado de mis muchachos ante la infinidad de personas y de carismas que hasta ese momento eran desconocidos para ellos. Hacia un lado aparecían sacerdotes de impecable traje negro y camisa clerical almidonada, mientras que por otro lado podían ver la sencillez de algún monjecillo de raidos hábitos, por otro lado la pureza de alguna monjita sonriente y por otro el misticismo de un hábito negro encapuchado. Más adelante unos fieles rezaban y frente a ellos otros cantaban, miles de jóvenes corrían y gritaban por los pasillos de tierra como los hacen los niños en los pasillos de nuestros templos. Frente a un grupo de gente sonriente y satisfecha predicaba un hermano religioso completamente descalzado vestido con un sencillo hábito blanco pero con una palabra potente arrancada del evangelio  Por allá  las hijas de la beata Teresa de Calcuta, y más cantos, y más fieles y más porras creativas: “Benedicto, equis, uve, palito…” (Esta definitivamente me hizo reír en muchas ocasiones)Aquello era definitivamente un momento de comunión y de transfiguración. Aquello era un montaje plástico que nos ayudaba a entender el artículo de fe: “Creo en la Iglesia, que es UNA, SANTA, CATÓLICA y APOSTÓLICA”, esa iglesia que es al mismo tiempo pecadora y santa, una iglesia que si no está unida a Cristo y entre sus fieles no pasa de ser una simple asociación civil.

Las horas fluyeron dinámicas ante las miles de novedades que pasaban frente a nuestros ojos. Cayó la noche y el frio férreo no menguó el ánimo ni los cantos, ni las porras. Los muchachos seguían corriendo y cantando, se paraban frente a los dormidos y cantaban más fuerte para animar a los somnolientos, en fin, la noche y su frio fueron testigos de las fe de las más de cuatrocientas mil almas para ese momento.

Llegó la mañana y el momento de ubicarme en mi lugar para concelebrar en la misa presidida por el Santo Padre. Empezaron a llegar invitados que se creyeron importantes mientras Cristo seguía sonriendo desde el cielo viendo atentamente a la viejecilla que rezaba el rosario y cantaba a su Santísima Madre. El sol aún no salía cuando llegué a mi lugar. Otros sacerdotes con bolsas para dormir abigarrados y entumidos ya esperaban en sus asientos. Una hora y media más tarde el sol empezó a levantarse y a iluminar el hermoso Cristo que presidia desde atrás del altar.

Los pájaros empezaron a danzar en el aire en parvadas y frente a todos nosotros,  como los muchachos lo habían hecho corriendo de un lado a otro sobre la tierra.

Los invitados siguieron llegando, y al fin el cronista anunció que el Santo Padre sobrevolaba ya el parque Bicentenario a lo que la multitud respondió con un vehemente grito de alegría y aplausos. Pasaron pocos minutos para que aterrizara y empezara su recorrido por los pasillos del parque; los hijos de Dios se alegraban pletóricamente porque veían al Pastor sencillo y humano, que Cristo se había elegido para pastorear a la niña de sus ojos, para custodiarla, para defenderla, iluminarla.

Después de un paseo lleno de signos de amor mutuo en el que el Santo Padre recibió de la iglesia de Cristo sombreros charros, bendiciones, proclamas de bienvenida, pero sobre todo una infinita cantidad de plegarias que brotaban de los corazones al fin llegó al altar y pude verlo por primera vez, a quinientos metros de mi y en un lugar muy privilegiado.


Lo cierto es que en ese momento de una manera extraña mi emoción se convirtió en reflexión e intimidad. Se convirtió en disposición para escuchar el mensaje que daría aquel hombre que se convirtió para mí en un verdadero héroe, sobre todo porque entendía que los héroes de mis muchachos hacen gala de valentía, fuerza, arrojo, lucha incansable con sus rostros juveniles y sus músculos rozagantes, pero aquel que tenía frente a mi era un viejecito chaparrito, de figura esbelta y de voz entrecortada por la edad, pero que era capaz de guiar a millones de hombres y mujeres hacia la inmortalidad y a su salud que no es él, sino Cristo.

Inició la Misa y a la primera palabra dicha por él ya me sentía satisfecho, quizás porque empezó diciendo el nombre de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo…Agudicé mi oído en el momento de la homilía y de todo aquel profundo discurso muchas ideas se clavaron en mi corazón, especialmente  (y se los comparto) aquello de “Nuestra Señora de Guadalupe nos demuestra a su Hijo, no como héroe, sino como el verdadero Dios por quien se vive” en referencia a los que no podemos diferenciar que Cristo no quiere ser solo un evento de compasión en nuestra vida, sino que quiere ser toda nuestra vida.

La Misa transcurrió teniendo como centro único a Cristo y su sacrificio unido en la lengua oficial y universal de la Iglesia que es el latín y que provocó meternos en líos a todos los curas despistados que tuvimos que buscar con urgencia las palabras de la plegaria Eucarística para poderla seguir.

La Misa terminó y el pueblo se despidió del Santo Padre, la adrenalina, pero sobre todo la alegría de lo vivido hizo que el camino de dos horas de regreso a los lugares de partida pasaran inadvertidos. Lo siguiente sería asimilar toda aquella experiencia.

 Cristo se había manifestado en ese momento en Silao, una nube de piedad había inundado aquel lugar haciendo que las incomodidades pasaran a segundo y tercer plano, el grito de la gente al Santo Padre «¡Que se quedé, que se quedé!» era el mismo grito de Pedro frente al Señor «¡Señor, que bien se está aquí. Hagamos tres chozas…!» en ellos podían reconocer la autoridad de Cristo, su amor, su compasión, pero también reconocieron su voz diligente: “Confirmemos, revitalicemos el mensaje del evangelio en un encuentro personal y comunitario” que nos hace bajar del Tabor para encontrarnos ahora con todos los hermanos y compartir esa visión gloriosa que llena de esperanzas y de alegría a la gente que esperaba nuestras historias.
Estoy seguro que todos los que regresamos aquel día nos encontramos con gente que anhelaba escucharnos compartirles esa experiencia de gracia y bastaba con contarles la historia para que ellos mismos se sintieran extrañamente acompañados por Dios.

Aquella experiencia fue una experiencia de Dios y de su gracia, de Iglesia y de su esperanza, y de comunión y misión. Que la bendición que el Santo Padre nos dio al final de la Santa Eucaristía siga extendiéndose a todos los miembros de la iglesia y a todos los mexicanos a lo que en esta ocasión se robaron su corazón y lograron convencerle de que ya era un “Papa mexicano”. 

PD. A todos los que me dijeron que era mejor verlo por TV les diría que no es así... ni siquiera es "lo mismo".




martes, 13 de marzo de 2012

Tu y yo: vasijas de barro.

"Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro, para que se vea claramente que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Vivimos siempre apretados, pero no aplastados; apurados, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados pero no rematados." 
(2 Cor 4, 7)






Lo sigo afirmando junto con todas las disciplinas científicas en torno al hombre: asumir la propia realidad es el principio un verdadero crecimiento. Así la naturaleza humana es maravillosa no solo por lo que ya es, sino por lo que asombrosamente puede llegar a ser. 

Enfrentándose precisamente a una mentalidad moderna que ve el pecado como un fantasma construido por la iglesia para asustar a sus fieles, un sacerdote recientemente afirmaba en torno al tema de la conversión en una asamblea diocesana: "El problema estriba sobre el hecho que todo ser humano es pecador." Esta frase tan categóricamente dicha puede ocasionar en la sensibilidad secular una grave molestia, sin embargo es una gran verdad que solamente puede ser entendida correctamente desde la  fe y no desde los margenes en los que muchos se han excluidos a sí mismos. 

De lo que se trata no es de clasificar con un sello permanente al hombre, se trata mas bien, y precisamente, de un principio: El hombre nace en el pecado, pero es regenerado por Dios. Nuestra naturaleza tiene de suyo esta condición, es Dios quien viene en su misericordia a lograr que la manera en la que iniciamos nuestra vida no sea la misma que al final de ella. 

Ahora bien esta naturaleza mermada por el pecado y que tiene signos manifiestos en las relaciones humanas y en el orden de nuestras prioridades, es una naturaleza que es afectada positvamente por la gracia de Dios. De allí que San Pablo afirme que llevamos un "gran tesoro en vasijas de barro". 

Somos vasijas de barro y no debería darnos verguenza serlo porque Dios fijó sus ojos en nosotros y nos hizo depósitos de algo maravilloso. Hablemos pues en el lenguaje de esta analogía. 

Somos en el  mundo vasijas de barro, nuestro material es sencillo y delicado. Los golpes nos van agrietando y podemos llegar a rompernos por completo. Lo importante de una vasija de barro es al fin y al cabo lo que contiene. En este caso ya hemos mencionado el contenido de los que hemos aceptado, el gran regalo de la gracia de Dios. Sin embargo hay otras tantas vasijas que procuran mas bien centrar su atención en el adorno exterior tiñéndose de tonos multicolores y brillos iridiscentes, mientras que por dentro siguen estando vacías. 

Esta clara tentación ya da mucho por reflexionar, sin embargo en esta ocasión quiero compartir con ustedes una preocupación aun más específica: Las grietas de estas vasijas en quienes ya contenemos la gracia de Dios. 

El tesoro que recibimos de Dios es el agua viva de la que habla Jesús a la samaritana del evangelio. Dios nos llena de esta agua y nos envía a saciar la sed de los que fallecen en el hastío de la soledad y la miseria del pecado. Si nuestras vasijas están gravemente rotas o incluso desfondadas no tendremos nada que compartir con los sedientos e incluso nosotros mismos nos convertiremos en una inservible fuente seca y sedienta al mismo tiempo. 

Es normal que a lo larga de nuestra historia las muchas experiencias vayan causando estragos en nuestra vida. Puede ser también que llegue el momento en que conocemos a Cristo y en manos del alfarero seamos reparados  y nuevamente en el transcurso de la vida seamos nuevamente dañados. Somos barro y aunque la fe me fortalece sigo teniendo un material frágil para que entonces pueda demostrar, como dice el apóstol, que "siempre y a todas partes, llevamos en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo."

He conocido gente con graves heridas emocionales que gracias a la fe y a las herramientas psicológicas necesarias han logrado que la gracia que Dios deposite en ellos no se desperdicie en vasijas sin fondo o con profundas grietas. Están orgullosos de sus cicatrices porque lograron curarlas. Así debe ser. Reconocer que somos frágiles, que nuestras cuarteaduras requieren curación y que Dios nos sana no solo con oración sino a través de la comunidad llena de talentos que Dios infundió en personas preparadas que pueden ayudarnos a restaurarnos. Es necesario no caer en ese grave error de fanatizarnos y buscar milagros personales que Dios quiere que arreglemos con la ayuda de nuestros hermanos. 

Jesús dijo a sus apóstoles en alguna ocasión, "el que no está conmigo esta contra mi, y el que no esta conmigo desparrama". Ciertamente Dios no se detiene en su providencia generosa, sigue enviando bendiciones a cada una de nuestras vidas pero si nuestras vasijas están rotas y no hemos hecho lo necesario para arreglarlas todo ese manantial de favores no nos llenaran y menos podremos llevarlas a los demás.

Descubramos entonces, como lo mencionaba al principio, que somos frágiles y que Dios nos fortalece, que nuestra vida puede lastimarse y cuartearse, como las vasijas, y que Dios nos da las herramientas necesarias para restaurarnos. Solo cuando seamos conscientes de nuestra naturaleza y de su fragilidad empezaremos a crecer buscando los medios necesarios para lograrlo y para contener y distribuir el manantial de gracia del que Dios quiere hacernos fuente. 

martes, 6 de marzo de 2012

Abolición de la esclavitud

Cada dos de diciembre se celebra de manera internacional la abolición de la esclavitud. Esta celebración, tal y como pretende ser celebrada, está aún lejos de ser festejada realmente ante el cáncer aberrante de las diversas formas de esclavitud física aún existentes en nuestro tiempo. La trata de personas, la prostitución infantil, y los trabajos forzados y miserables hacen poner en tela de juicio tal festejo.  

Y si bien la esclavitud es un tema degradante por su existencia actual, resulta otro tanto ofensivo las definiciones  -las muchas definiciones relativas y personales- que surgen acerca de la libertad, dando como resultado una compleja revancha entre libertad y esclavitud, pues en nuestro tiempo vemos a muchos que promueven una falsa libertad al mismo tiempo que son esclavos de sus propias confusiones.

Habríamos de darnos cuenta de aquellas ocasiones en las que queremos ser libres de todos y de todo (personas, responsabilidades, principios) mientras nos convertimos en esclavos de nosotros mismos. Prisioneros de una esclavitud ingeniosa y placentera que va hiriendo  a otros (y que se justifica diciéndonos que los otros deberían ser libres al modo en que uno lo es)  y que a nosotros nos ofrece una impresión de suma libertad sin límites de paredes, techos, suelo y que al final termina siendo una vida vacía de construcciones y de compromisos personales que nos deshumaniza.

Lo cierto es que, aun cuando muchos no lo quieran aceptar, la causa de esta inclinación del hombre a ser esclavo y de engañarse a sí mismo diciendo que “eso” es libertad proviene de nuestra naturaleza lastimada por el pecado. En el Edén de la libertad y la verdad suprema el hombre dejó de ser libre el día que pretendió ser alguien que no era. Desde ahí el hombre persigue muchas veces una autosuficiencia que lo atropella y lo condena a vivir en una mentira.

Dios no nos creo para ser esclavos y cuando vio que en la libertad que nos había regalado decidimos ser subyugados por tantas cosas, hizo la promesa de darnos un libertador. Grabemos en lo más vivo de nuestra memoria y nuestra conciencia esto: Dios nos quiere libres.

Llegada “la plenitud de los tiempos”, dirá San Pablo, envío Dios a su Hijo naciendo “bajo” la ley (estableciendo una realidad social y civil), nacido “de” una mujer (estableciendo así una relación fraternal) y con un fin “para rescatar a los que estaban bajo la ley y para que recibiéramos el ser hijos de Dios”. Cristo nos enseñó a ser libres sin dejar de ser hijos, hermanos, esposos, ciudadanos, empleados, y aún más, nos enseñó a ser libres de todas aquellas cosas que interiormente hacen esclavo al hombre. Nos enseñó a vivir la justicia como misericordia, la generosidad de nosotros mismos como sacrificio, el perdón como liberación, y el amor como elevación al grado divino que se logra en el servicio al otro y no  “comiendo de un fruto prohibido”.

Cristo vino para que fuéramos libres, para que aprendamos que no hay nada en el mundo que pueda subyugarnos y apartarnos de la libertad y la belleza que Dios nos regala cada día. Esto resuena de alguna manera en prisioneros como Ana Frank quien desde su refugio en medio de la terrible segunda guerra mundial decía “No veo la miseria que hay, sino la belleza que aún queda” o sobre todo el mensaje del manso Obispo Van Thuan que narraba lo siguiente:
“«Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: "¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos..., todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras"». 

«Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz.

La libertad no se trata, pues, de hacer “lo que me de mi gana”, ni siquiera se trata de “romper paradigmas éticos o morales”  y mucho menos se trata de evadir responsabilidades. La libertad es aquello que me conduce a la eternidad donde está Dios mi Padre. Todo lo que me impide caminar hacia ello me esclaviza, así sean realidades exteriores o mis propios intereses egoístas y vacios de sentido.

Cuando somos capaces de reconocer lo anterior entendemos el gran valor de la Pascua que vamos a celebrar, y que es a mi parecer, la verdadera y magna celebración de la abolición de la esclavitud por la que el hombre puede llegar a su plena felicidad, mientras camina cubierto de una dignidad que le viene de lo alto.
Preparémonos entonces para vivir esta Pascua como lo que en realidad es y entonemos juntos el “Solemne Gloria de Resurrección”, libres de toda esclavitud y unidos solo al yugo llevadero y ligero del amor de nuestro Padre.