martes, 6 de marzo de 2012

Abolición de la esclavitud

Cada dos de diciembre se celebra de manera internacional la abolición de la esclavitud. Esta celebración, tal y como pretende ser celebrada, está aún lejos de ser festejada realmente ante el cáncer aberrante de las diversas formas de esclavitud física aún existentes en nuestro tiempo. La trata de personas, la prostitución infantil, y los trabajos forzados y miserables hacen poner en tela de juicio tal festejo.  

Y si bien la esclavitud es un tema degradante por su existencia actual, resulta otro tanto ofensivo las definiciones  -las muchas definiciones relativas y personales- que surgen acerca de la libertad, dando como resultado una compleja revancha entre libertad y esclavitud, pues en nuestro tiempo vemos a muchos que promueven una falsa libertad al mismo tiempo que son esclavos de sus propias confusiones.

Habríamos de darnos cuenta de aquellas ocasiones en las que queremos ser libres de todos y de todo (personas, responsabilidades, principios) mientras nos convertimos en esclavos de nosotros mismos. Prisioneros de una esclavitud ingeniosa y placentera que va hiriendo  a otros (y que se justifica diciéndonos que los otros deberían ser libres al modo en que uno lo es)  y que a nosotros nos ofrece una impresión de suma libertad sin límites de paredes, techos, suelo y que al final termina siendo una vida vacía de construcciones y de compromisos personales que nos deshumaniza.

Lo cierto es que, aun cuando muchos no lo quieran aceptar, la causa de esta inclinación del hombre a ser esclavo y de engañarse a sí mismo diciendo que “eso” es libertad proviene de nuestra naturaleza lastimada por el pecado. En el Edén de la libertad y la verdad suprema el hombre dejó de ser libre el día que pretendió ser alguien que no era. Desde ahí el hombre persigue muchas veces una autosuficiencia que lo atropella y lo condena a vivir en una mentira.

Dios no nos creo para ser esclavos y cuando vio que en la libertad que nos había regalado decidimos ser subyugados por tantas cosas, hizo la promesa de darnos un libertador. Grabemos en lo más vivo de nuestra memoria y nuestra conciencia esto: Dios nos quiere libres.

Llegada “la plenitud de los tiempos”, dirá San Pablo, envío Dios a su Hijo naciendo “bajo” la ley (estableciendo una realidad social y civil), nacido “de” una mujer (estableciendo así una relación fraternal) y con un fin “para rescatar a los que estaban bajo la ley y para que recibiéramos el ser hijos de Dios”. Cristo nos enseñó a ser libres sin dejar de ser hijos, hermanos, esposos, ciudadanos, empleados, y aún más, nos enseñó a ser libres de todas aquellas cosas que interiormente hacen esclavo al hombre. Nos enseñó a vivir la justicia como misericordia, la generosidad de nosotros mismos como sacrificio, el perdón como liberación, y el amor como elevación al grado divino que se logra en el servicio al otro y no  “comiendo de un fruto prohibido”.

Cristo vino para que fuéramos libres, para que aprendamos que no hay nada en el mundo que pueda subyugarnos y apartarnos de la libertad y la belleza que Dios nos regala cada día. Esto resuena de alguna manera en prisioneros como Ana Frank quien desde su refugio en medio de la terrible segunda guerra mundial decía “No veo la miseria que hay, sino la belleza que aún queda” o sobre todo el mensaje del manso Obispo Van Thuan que narraba lo siguiente:
“«Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: "¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos..., todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras"». 

«Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz.

La libertad no se trata, pues, de hacer “lo que me de mi gana”, ni siquiera se trata de “romper paradigmas éticos o morales”  y mucho menos se trata de evadir responsabilidades. La libertad es aquello que me conduce a la eternidad donde está Dios mi Padre. Todo lo que me impide caminar hacia ello me esclaviza, así sean realidades exteriores o mis propios intereses egoístas y vacios de sentido.

Cuando somos capaces de reconocer lo anterior entendemos el gran valor de la Pascua que vamos a celebrar, y que es a mi parecer, la verdadera y magna celebración de la abolición de la esclavitud por la que el hombre puede llegar a su plena felicidad, mientras camina cubierto de una dignidad que le viene de lo alto.
Preparémonos entonces para vivir esta Pascua como lo que en realidad es y entonemos juntos el “Solemne Gloria de Resurrección”, libres de toda esclavitud y unidos solo al yugo llevadero y ligero del amor de nuestro Padre. 


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