Hoy volví a platicar con la luna, no lo hacía desde
diciembre cuando me contó a punto de explotar de alegría el momento en que vio
a su Señor nacer hecho carne, pequeñito y tierno. Sin embargo hoy que la vi, su
rostro blanco derramada lagrimas plateadas y murmullos dolientes.
“Hoy tengo que platicarte de la otra noche tan hermosa como
la primera, pero llena de dolor –me dijo, sin verme a los ojos- Yo lo vi
pequeñito y poco a poco fue creciendo en gracia y sabiduría. Lo vi cada noche
elevar su rostro, sonreírme saludándome como si me conociera desde siempre y
luego con la cabeza levantada cerrar sus hermosos ojos negros y decir: Abba.
Esa escena fue mi alimento durante varios años. Yo oraba con él.
Un día sin embargo en el rito de cada noche abrió sus ojos y
empezó a llorar tranquilo. Yo sabía que había tomado una decisión. Escuche
miles de ángeles sollozar junto a él. Aquella noche sus labios prolongaron una
frase: Abba, vamos a Jerusalén.
Esa noche inicio en su corazón un ritmo acelerado de
profundo amor. Las oraciones eran más prolongadas cada noche. Y así un día de
fiesta, mientras todos celebraban él se hizo acompañar de tres de los suyos y alejándose
un poco de ellos entre los olivos inicio de rodillas su oración. De rodillas.
Mi Señor de rodillas…
Esta vez no cerró los ojos me miro nuevamente y no me sonrió,
pero sus ojos estaban tan cargados de ternura como de lágrimas. Su voz sonó
fuerte y cargada de emoción: «Abba, papito, papasito». Extendía los brazos
hacia el cielo como un bebe que espera ser cargado por su madre y cobijado
entre sus brazos. Abba, seguía diciendo cada vez más profundamente. Nunca lo
había visto llorar tanto, el aire le faltaba y se doblaba sobre sí como si un
fuerte dolor carcomiera sus adentros.
Respiro profundamente. Seco sus lágrimas con la manga de
aquella hermosa túnica que en otra noche vi a su madre hacerle. Se levantó y
camino hacia los suyos. Los encontró dormidos. Los miró con ternura y compasión
y fue tocándoles su rostro para despertarlos. Despierten, velen y oren para no
caer en la tentación, y les dijo algo más que no fui capaz de oir porque me
dolía darme cuenta que en esa tierra solo yo y alguien más compartían su dolor.
En una casa no lejos de ahí su madre lloraba también.
Silenciosa como siempre. Obediente como siempre. Besaba con ternura el manto
que su Hijo había olvidado aquella tarde antes de la cena con sus discípulos.
Tocaba su vientre como queriendo recordar el día en que por milagro divino se
tejió en su seno aquel por quien hoy lloraba. Ella también musitaba: Abba,
abba.
Mi Señor regresó a su lugar y se desplomó en el suelo. Sus
fuerzas habían desparecido por un momento y pensé que había desfallecido. Al
poco tiempo se levanto, sobre su rostro hermoso gruesas de gotas de sangre
resbalaban rodeando sus ojos horrorizados. Era un pequeñito, un niño abandonado
y perdido, la soledad lo había tentado y lo había herido. Dos ángeles aparecieron
detrás de él y lo abrazaron como yo habría querido hacerlo. Lloraban con él.
Respiro profundamente y dijo: «Padre, aleja de mi este cáliz» Bajó su cabeza,
juntó sus manos y aspiro el aroma de la noche «pero que no se haga mi voluntad
sino la tuya».
Al poco tiempo llegaron esos cobardes armados como si él
fuera capaz de hacerles daño. Pero eso no me interesa contártelo. Es la maldad
del hombre que aprovecha la noche porque cree no ser visto.
Hay algo que no te han dicho, después de que Judas lo besó,
mi Señor, tomo en sus manos el rostro de Judas y le devolvió el beso mirándolo
con compasión. Yo lo vi. Vi su mirada inocente y llena de perdón. Un perdón que
fue rechazado y llevó a la muerte.
Déjame llorar esta noche, porque fue en una noche como esta
que sucedió. En medio de su aprehensión el miró nuevamente el cielo, y ahora sí
me sonrió. Me prometía algo que pronto iba a suceder, y que también pronto te
contaré. Hoy déjame llorarlo, como lloró él por ustedes.”
La luna se quedó callada y yo respete su silencio. Su
narración era evangelio no contado, testimonio de amor sufriente y sin reclamos.
Hoy es la noche en que fue encarcelado el que nos vino a dar libertad, esta es
la noche en que las cárceles son visitadas por quien ama al pecador más
arrepentido de sus culpas y lo acaricia y le devuelve un beso en la mejilla por
cada petición de perdón.