viernes, 10 de mayo de 2013

Carta de una Madre a otra



Querida hija, se acerca el día de ese especialísimo festejo por nuestra maternidad. Tu y yo somos madres, Dios nos permitió serlo. Él hizo de nuestro vientre el escenario del milagro que él más ama: el hombre. 

Escúchame, no hay bebé en el vientre de una mujer que Dios no haya querido con plena voluntad y amor depositar ahí, en las condiciones más felices o más trágicas. Para él un niño es razón de alegría en medio del dolor, y así alegra la vida en el mundo, así nos alegró a ti y a mí ¿o no recuerdas la alegría inefable e indescriptible de cargar por primera vez a ese pedacito de vida por primera vez? Eso nunca puede ser olvidado por una madre. La maternidad es sacramento de Dios, imagen de su amor. 

Concebir un hijo, sentir como Dios lo va tejiendo durante esos meses, descubrir sus primeros latidos, reconocer sus movimientos es un privilegio que solo tú y yo, querida hija, podemos contar. Sabes que hay otras mujeres que todavía vivieron un milagro mayor porque sin llevarlos en su vientre vieron cómo Dios hizo aparecer un hijo que no concibieron, pero que tan pronto como lo recibieron lo amaron como si lo hubieran hecho. Dios busca siempre mamás para todos los pequeñitos en el mundo. 

Todos tienen destinada una mamá, así lo tenía contemplado Dios en su eternidad. 
Y el día que nació tu hijo te diste cuenta que no sabíamos qué hacer, buscamos consejos, leíste infinidad de libros y aún así muchas noches nos levantamos a verificar su tranquila respiración y hasta quizás lo despertamos a propósito para saber que estaba bien, valía la pena el llanto y el esfuerzo por dormirlos de nuevo. 

Así hemos aprendido a ser mamás. Sé que has orado muchas veces pidiéndole a nuestro Padre Dios la sabiduría para hacer bien la tarea que te ha confiado. Te he visto llorando por que alguna vez cometiste un error al corregirlo, y sé como sufres ahora que ya no son niños. 

Déjame darte algunos consejos, querida hija, y estoy segura que te servirán. 

Recuerda siempre que esos grandes amores nuestros no nos pertenecen y eso no significa solo dejarlos libres, sino conducirlos a quien en verdad pertenecen: Dios, su verdadero Padre. Enséñales que este mundo es un regalo maravilloso en el que tienen que ser productivos y creadores como lo es su Padre. Enséñalos a amar, esa es una clase que no dan en ninguna escuela. Enséñalos a orar, a cantar, a bailar. 

Llegará el momento, querida hija, en que deberás dejarlos libres con todo el riesgo que esto implica, así les enseñarás el buen uso de su libertad, y ellos aprenderán quizás a partir de sus errores. Si tú hiciste lo propio, si creaste en ellos esta clara conciencia de su origen, de su dignidad de hijos de Dios, entonces algún día te llegarán con la novedad de hacer algo que descubren como la voluntad de Dios en sus vidas. Déjalos que lo hagan. 

El camino de todos los hombres implica dolores y sufrimiento junto con alegrías y satisfacciones. Se consiente de eso. Tu labor a partir de que ellos dejan la casa es la oración y solo eso. Nada más que eso. Si hiciste bien tu trabajo y eres una mujer de fe sabrás que lo que se pone en manos de Dios nunca se pierde. 

Un consejo más, por si acaso te tocar vivir lo que yo viví. Dios da la muerte y la vida, pero todo lo que es de él nunca muere. La muerte ha sido vencida. Veo a muchas mujeres llorar por la muerte de sus hijos, yo estoy muy cerca de ellas. Tu hijo no está muerto. Vive. Vive con su Padre por la eternidad y te espera. La muerte ha sido vencida. La venció mi Hijo. 

Yo estoy contigo, mi Hijo me los dio a ustedes y los amo. Yo también soy mamá, yo también escucho la suplicas que me diriges, las pongo en mi manto y las entrego a mi Hijo, ninguna queda sin respuesta.

Felicidades querida hija, porque eres madre y así eres sacramento de las entrañas amorosas de Dios. Escúchame y recuerda bien tu que hoy sufres y te sientes sola ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? Ven a mí y yo te conduciré a mi Hijo. 

María de Nazareth.

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