A Kefás, Pedro, apóstol y vicario
de Cristo, el Señor, a quien sea la gloria hoy y en la eternidad.
Admirado Pedro, (adivino que
desde aquel día que con cariño el maestro te cambió el nombre has dejado atrás
el Simón) tu testimonio de vida es para mí una motivación a darle más
importancia a la Gracia de Jesús que a la gran cantidad de errores que he
cometido. Recorro sediento cada pasaje en el que apareces en relación con el
Maestro y que son muchos. A veces he llegado a pensar que Él te eligió como un
caso particular que se empeño en arreglar…pero esas son ideas mías.
Lo cierto es que hoy entiendo también
lo que es la fe a partir de tu experiencia. No hay apóstol que aparezca tantas
veces rechazando, presumiendo, sugiriendo, ofreciendo, prometiendo, y negando a
Jesús, y no intento hacerte ver mal, lo cierto es que tu relación con Jesús te
llevo a hacer todo esto, y estar tan relacionado con él, no es otra cosa que
fe. Creo que tu mayor problema no fue tanto dudar de él como dudar de ti. De lo que creías de él, de lo que sentías por
él, y eso puedo comprenderlo porque yo
también lo he vivido muchas veces.
Ahora por otro lado va tu
personalidad, voluntariosa y extrema, tus afectos extrapolados, de la efusividad
al pesimismo, de la paz al coraje en un solo momento. Tu obstinación merece
toda una disertación, pero tu humildad es la que merece todo un tratado. Fuiste
capaz de soportar la reprimenda más fuerte de Jesús: “¡apártate de mi Satanás!”
e imagino tu rostro adolorido contemplado por los otros once sin saber que en tu
interior lo que más te dolía era que aquella frase saliera de quien tanto
amabas.
Dicen algunos teólogos de mi
tiempo que Jesús te formó en el sufrimiento, y eso creo que es el mayor halago
que nos pueden hacer. Nadie sufre por alguien a quien no ama, y tú lo amabas
mucho. Y mientras estuviste con él fueron más los momentos de gloria que los de
tristeza, mira que tener el privilegio de irte a orar con él a esos lugares
apartados, o estar con él en la transfiguración viéndolo tal cual era, como
Dios verdadero, o por último, ser el primero a quien le lavara los pies.
Definitivamente te admiro. Poco a
poco su amor te fue transformando y obligándote a vaciarte de ti. Lo último de
ti que quedaba fue el veneno de humanidad que te hizo negarlo, separarte de él
como lo hiciera a Adán con su Creador.
Pero aún ahí tuviste el privilegio de una última mirada llena de amor y
compasión. Tu llanto amargo es quizás de las cosas que más amo de ti querido
Pedro. Lloraste por negar con tanto encono a aquel a quien amabas, en quien
creías, a quien te tuvo tan cerca. Yo comparto tu llanto ¿dime como le hiciste
para detenerlo?
Así con los ojos inundados viste
muy de lejos a tu Maestro morir en la cruz, mientras en tu interior sabías que
él hubiera deseado tenerte cerca. Y sabiéndote pecador no dejabas de sentir su
amor y su predilección, las llaves en tus manos y la iglesia sobre tus hombros.
He querido imaginarme tu
encuentro con la Madre. Alguna película reciente –te platico- nos ha regalado
una escena maravillosa, y yo procuro extenderla en mi imaginación. La veo tomar
tu rostro, secar tus lágrimas y acercarte a su pecho virginal, el mismo sobre
el que Jesús muchas noches se quedó dormido. Ella tampoco te rechazó y se hizo
la misma propuesta de su Hijo, mantenerte cerca y más ahora que eras columna de
la iglesia y primero entre los apóstoles. Ella fue de mucho consuelo para ti,
estoy seguro. Lo ha sido para mi.
Sin embargo la tristeza aun
continuaba y aquellos tres días fueron largos y pesados, hasta que en tu
impetuosidad y tratando de espantar las culpas que todavía gritaban en tu
cabeza te decidiste a ir a pescar y los otros –casi en la misma situación- te
acompañaron.
Allí fue el encuentro, el momento
decisivo, el punto más alto de lo que viviste con él en el mundo. Tus ojos hinchados
no supieron reconocerlo y fue el discípulo amado el que te lo indicó. Estaba ahí,
en la orilla, era el Maestro. Como antes tu impulsiva alegría y amor te
hicieron desnudarte y arrojarte al agua, ahora ya no importaba caminar sobre
ella, sabías nadar y lo importante era llegar a él. Y al fin llegaste y frente
a él no supiste qué hacer, miles de sentimientos desconocidos se agolpaban en
tu pecho y lo mirabas frente a ti vivo y amante. Después vendría la más hermosa
conversación que hayas tenido con él. Era su testamento y con eso concluía tu
formación. Dos “me amas”, tres humildes y honestos “te quiero” dichos con la
garganta destrozada por el dolor y la culpa que se desvanecía milagrosamente
ante su confianza fiel en ti: “apacienta mis corderos”. Bien lo dicen los
himnos del Antiguo Testamento “El Señor lo ha jurado y no se arrepiente. Tu
eres sacerdote eternamente según el rito de Melquisedec.” No, Dios no se
arrepiente. Todos sus apóstoles deberíamos recordar eso y tenerlo muy grabado
en el corazón.
Y después regreso a su Gloria,
sin abandonarnos a nosotros. Ahí empezó la historia de Pedro, el primero de los
apóstoles cuyo corazón se había transformado manteniendo lo más maravilloso que
había en él, la humildad. Y entonces déjame decirte que me fascina tu respuesta
en aquel encuentro con Cornelio quien se arrodilla ante ti mientras tú le dices
“levántate, que yo también soy un simple hombre” y fue también tu humildad la
que estuvo presente al final de tu vida en una cruz invertida pues asegurabas
no merecer morir de la misma manera que tu Maestro.
Definitivamente, mi querido
Pedro, eres mi santo favorito, aunque la expresión te sonroje en el cielo. De
ti estoy aprendiendo a formarme aun a pesar de mis grandes errores, necedades,
negaciones. De ti tenemos que aprender a tener la humildad para no creer que
nuestros pecados son más grandes que su gracia y su misericordia. Así que ya
que estás tan cerca de él te pido que pidas por todos sus apóstoles y por mí,
que disfruto tanto de su misericordia, pero que necesito tanto de su paciencia.
San Pedro apóstol, ruega por
nosotros.
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