jueves, 5 de septiembre de 2013

Carta a Pedro


A Kefás, Pedro, apóstol y vicario de Cristo, el Señor, a quien sea la gloria hoy y en la eternidad.

Admirado Pedro, (adivino que desde aquel día que con cariño el maestro te cambió el nombre has dejado atrás el Simón) tu testimonio de vida es para mí una motivación a darle más importancia a la Gracia de Jesús que a la gran cantidad de errores que he cometido. Recorro sediento cada pasaje en el que apareces en relación con el Maestro y que son muchos. A veces he llegado a pensar que Él te eligió como un caso particular que se empeño en arreglar…pero esas son ideas mías.

Lo cierto es que hoy entiendo también lo que es la fe a partir de tu experiencia. No hay apóstol que aparezca tantas veces rechazando, presumiendo, sugiriendo, ofreciendo, prometiendo, y negando a Jesús, y no intento hacerte ver mal, lo cierto es que tu relación con Jesús te llevo a hacer todo esto, y estar tan relacionado con él, no es otra cosa que fe.  Creo que tu mayor problema no fue tanto dudar de él como dudar de ti. De lo que creías de él, de lo que sentías por él,  y eso puedo comprenderlo porque yo también lo he vivido muchas veces.

Ahora por otro lado va tu personalidad, voluntariosa y extrema, tus afectos extrapolados, de la efusividad al pesimismo, de la paz al coraje en un solo momento. Tu obstinación merece toda una disertación, pero tu humildad es la que merece todo un tratado. Fuiste capaz de soportar la reprimenda más fuerte de Jesús: “¡apártate de mi Satanás!” e imagino tu rostro adolorido contemplado por los otros once sin saber que en tu interior lo que más te dolía era que aquella frase saliera de quien tanto amabas.

Dicen algunos teólogos de mi tiempo que Jesús te formó en el sufrimiento, y eso creo que es el mayor halago que nos pueden hacer. Nadie sufre por alguien a quien no ama, y tú lo amabas mucho. Y mientras estuviste con él fueron más los momentos de gloria que los de tristeza, mira que tener el privilegio de irte a orar con él a esos lugares apartados, o estar con él en la transfiguración viéndolo tal cual era, como Dios verdadero, o por último, ser el primero a quien le lavara los pies.

Definitivamente te admiro. Poco a poco su amor te fue transformando y obligándote a vaciarte de ti. Lo último de ti que quedaba fue el veneno de humanidad que te hizo negarlo, separarte de él como lo hiciera a Adán con su Creador.  Pero aún ahí tuviste el privilegio de una última mirada llena de amor y compasión. Tu llanto amargo es quizás de las cosas que más amo de ti querido Pedro. Lloraste por negar con tanto encono a aquel a quien amabas, en quien creías, a quien te tuvo tan cerca. Yo comparto tu llanto ¿dime como le hiciste para detenerlo?

Así con los ojos inundados viste muy de lejos a tu Maestro morir en la cruz, mientras en tu interior sabías que él hubiera deseado tenerte cerca. Y sabiéndote pecador no dejabas de sentir su amor y su predilección, las llaves en tus manos y la iglesia sobre tus hombros.

He querido imaginarme tu encuentro con la Madre. Alguna película reciente –te platico- nos ha regalado una escena maravillosa, y yo procuro extenderla en mi imaginación. La veo tomar tu rostro, secar tus lágrimas y acercarte a su pecho virginal, el mismo sobre el que Jesús muchas noches se quedó dormido. Ella tampoco te rechazó y se hizo la misma propuesta de su Hijo, mantenerte cerca y más ahora que eras columna de la iglesia y primero entre los apóstoles. Ella fue de mucho consuelo para ti, estoy seguro. Lo ha sido para mi.

Sin embargo la tristeza aun continuaba y aquellos tres días fueron largos y pesados, hasta que en tu impetuosidad y tratando de espantar las culpas que todavía gritaban en tu cabeza te decidiste a ir a pescar y los otros –casi en la misma situación- te acompañaron.

Allí fue el encuentro, el momento decisivo, el punto más alto de lo que viviste con él en el mundo. Tus ojos hinchados no supieron reconocerlo y fue el discípulo amado el que te lo indicó. Estaba ahí, en la orilla, era el Maestro. Como antes tu impulsiva alegría y amor te hicieron desnudarte y arrojarte al agua, ahora ya no importaba caminar sobre ella, sabías nadar y lo importante era llegar a él. Y al fin llegaste y frente a él no supiste qué hacer, miles de sentimientos desconocidos se agolpaban en tu pecho y lo mirabas frente a ti vivo y amante. Después vendría la más hermosa conversación que hayas tenido con él. Era su testamento y con eso concluía tu formación. Dos “me amas”, tres humildes y honestos “te quiero” dichos con la garganta destrozada por el dolor y la culpa que se desvanecía milagrosamente ante su confianza fiel en ti: “apacienta mis corderos”. Bien lo dicen los himnos del Antiguo Testamento “El Señor lo ha jurado y no se arrepiente. Tu eres sacerdote eternamente según el rito de Melquisedec.” No, Dios no se arrepiente. Todos sus apóstoles deberíamos recordar eso y tenerlo muy grabado en el corazón.

Y después regreso a su Gloria, sin abandonarnos a nosotros. Ahí empezó la historia de Pedro, el primero de los apóstoles cuyo corazón se había transformado manteniendo lo más maravilloso que había en él, la humildad. Y entonces déjame decirte que me fascina tu respuesta en aquel encuentro con Cornelio quien se arrodilla ante ti mientras tú le dices “levántate, que yo también soy un simple hombre” y fue también tu humildad la que estuvo presente al final de tu vida en una cruz invertida pues asegurabas no merecer morir de la misma manera que tu Maestro.

Definitivamente, mi querido Pedro, eres mi santo favorito, aunque la expresión te sonroje en el cielo. De ti estoy aprendiendo a formarme aun a pesar de mis grandes errores, necedades, negaciones. De ti tenemos que aprender a tener la humildad para no creer que nuestros pecados son más grandes que su gracia y su misericordia. Así que ya que estás tan cerca de él te pido que pidas por todos sus apóstoles y por mí, que disfruto tanto de su misericordia, pero que necesito tanto de su paciencia.


San Pedro apóstol, ruega por nosotros. 

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