Fue para mí una novedad descubrir
el modo en que la Gaudium et spes (Documento Conciliar) hacen de la conciencia
y el corazón una misma cosa: “En lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no
se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando
es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y
practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el
hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia
consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.” (GE
16)
Y digo que fue una novedad porque
para la primera vez que leí lo anteriormente citado, identificaba la conciencia
con una capacidad personal de razonamiento, un movimiento propio en el que no intervenían más que mis propias
consideraciones. Entendía sí, que era algo intensamente personal, allí donde yo
podía descubrir el origen de todas mis motivaciones e intenciones, pero en el
que no parecía existir más que mi propia voz y voluntad.
Visto de esta manera no era muy
agradable acercarse a aquel “lugar” ya que tenía que encararme conmigo mismo y
con un sin número de acciones que nunca
debí haber aprobado.
El corazón por otro lado consistía
en aquel lugar de ensueño en el que solo habitaban sentimientos nobles, anhelos
luminosos y esperanzas siempre despiertas. La conciencia oscura por un lado y
el radiante corazón por otro.
Pero apareció frente a mi Gaudium
et Spes inspirada por Dios en la que me dicen que ciertamente la conciencia y
el corazón son uno solo y allí mismo puedo escuchar la voz de Dios que quizás
por voluntad propia no había querido escuchar o yo mismo había ahogado, o al
menos lo intentaba con mucha fuerza.
Motivado en esa reflexión
distinguí -en una interpretación muy personal- tres pasos en aquella
recomendación de Jesús acerca de la oración: “Tu en cambio cuando vayas a orar,
(1) entra en tu cuarto, (2) cierra la puerta y (3) ora a tu Padre, que está allí
en lo secreto…” (Mt 6, 6)
Para mi aquella recomendación a
la oración que debe ser siempre constante, en todo lugar, requería entender
aquel “cuarto” no como el espacio físico dentro de mi casa, sino más bien con
esa conciencia, lugar del corazón y como más adelante dirá la Gaudium et spes, “Sagrario
del hombre”. Alli estoy invitado a entrar y cerrar la puerta, dejando todo lo
exterior y concentrándome en ese lugar íntimo y completamente personal, donde
cuelga de los muros espirituales de mi ser infinidad de imágenes de mi mismo
que me revelan en verdad quien soy, mis afectos, mis emociones, mis
satisfacciones, mis incertidumbres, y allí en medio de todas esas imágenes sentado
en una de las únicas dos sillas de aquel lugar encuentro a mi Padre “que está
en lo secreto”, mirando junto conmigo todas aquellas imágenes pero con una cara
no avergonzada como la mía sino más bien sonriendo al verme llegar. Es mi
Padre.
Él toma la iniciativa “Dime cómo
estas”, y se empieza un dialogo delicioso en el que no tiene sentido mentir o
justificarme pues estoy frente al que lo conoce todo, incluso ese oscuro
cuchitril que tengo por “sagrario”
personal y que durante la conversación se irá iluminando más y más. Eso es
orar.
Precisamente por esto resulta
imposible orar cuando no tenemos el valor de entrar en nuestra conciencia-corazón
y reconocer todo lo que allí hay, cuando tenemos miedo porque sabemos que no
solo nos enfrentaremos a nosotros mismos, sino que nos encararemos con Dios. Se
vuelve a repetir aquel miedo de Adán y Eva que tontamente se esconden de Dios: “te
he oído andar por el jardín y he tenido miedo porque estoy desnudo…”. Mostrarse
tal cual frente a Dios, desnudos de mascaras, justificaciones, excusas, es algo
que nos sigue aterrando.
Es necesario entender cuál es la
intención de Dios al estar allí esperándonos en ese cuarto interior y personal.
Él desea iluminar mis más oscuros temores, fortalecer mis dolorosas
debilidades, aclarar mis enredadas confusiones y hacer resaltar las más bellas
experiencias de mi vida. Cuando esto se hace frecuentemente vamos haciendo de
ese “sagrario personal” una imponente y luminosa catedral donde Dios rige y
dirige mi voluntad unida libremente a su voluntad amorosa y salvadora.
La interioridad es pues este
proceso y capacidad de entrar en nosotros mismos. Se nota cuando no somos
capaces de interioridad, es cuando buscamos el ruido distractor y los
entretenimientos escandalosos con la intención de olvidar que existe ese
espacio dentro de mí dónde puedo conocerme realmente, desnudo frente a Dios y
sin vergüenza, porque frente a él nunca ha habido nada que temer.