miércoles, 24 de octubre de 2012

Dejarse amar: la cuestión de la fe


Reconozco mi falta de sensibilidad a un fenómeno cada vez más recurrente en el ministerio de la confesión. De cuando en cuando, pero sin falta, vienen y se ponen de rodillas con verdadera preocupación algunos fieles pidiendo perdón “por su falta de fe” o algunos otros porque ya no “creen igual”. Viendo otros treinta penitentes en fila esperando la confesión mis respuestas se acortan y terminó recomendándoles buscar alguna catequesis, un grupo, o en el mejor de los casos la lectura de algún evangelio  a fin de presentarlos cara a cara con ese Cristo que gusta darse a conocer por muchos medios, y del que es necesario “buscar su rostro” como ya desde antiguo anhelaba el salmista (Salmo 26).

Pero cuando tengo un poco más de tiempo o me decido a de alguna manera “ignorar” la presión sacramental masiva, me detengo a explicarles, especialmente a los jóvenes, que aquella preocupación de incredulidad es un magnífico signo de un corazón que sin que nos demos cuenta esta sediento de la iniciativa amorosa de Dios, pues al fin y al cabo es él quien “nos amó primero” (1Jn 4,19). Les explico que la fe verdadera no es un conjunto de actividades, o de cumplimiento de reglas, la fe es una relación y una relación de amor con Dios, relación de amor con Dios en sus tres distintas personas, relación de amor que para mí, que soy humano, conlleva toda ese menú de experiencias emocionales que van desde el enamoramiento cautivador, hasta las lagrimas desesperadas, el miedo deshonroso, la rutina pasmosa de lo cotidiano, hasta el coraje y el grito molesto de incomprensión. Dios sabe que somos humanos y que su amor se dirige a seres con esta gama, a veces inestable, de emociones. Por eso la fe es “dinámica” y siempre viva.

Este año por inspiración del Espíritu Santo, nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI, ha proclamado el año de la fe. Ha convocado a la iglesia a una “reflexión y redescubrimiento de la fe” manifestada en una “verdadera conversión al Señor”, así lo dijo en la iluminadora Carta Apostólica “Porta Fidei” al momento de la proclamación.

Dios va dirigiendo poco a poco nuestros corazones y nuestras mentes a esta reflexión si nuestro corazón está dispuesto a su luz. A mí, de manera muy especial, me ha dado en estos últimos días la oportunidad de establecerme preguntas fundamentales acerca de la experiencia de fe, de su transmisión, de los creyentes y de los no creyentes. Y todas estas preguntas se encarnan de manera muy especial al reconocer por fin, la relevancia de este fenómeno que empecé compartiéndoles.

Dentro de este sin número de casos que menciono al principio quisiera resaltar uno que también tiene su frecuencia recurrente. Los papás que se acercan profundamente mortificados porque alguno de sus hijos declara con gran firmeza que creen en Dios pero no en la iglesia, o que tajantemente afirman, que no ven la necesidad de creer en Dios.  Y en su afán de sacarlos de ese “bache de incredulidad” los papás empiezan explicando con suavidad y terminan -ante la indisposición de sus hijos- vociferando un regaño e imponiendo una dura reprimenda. Los entiendo, y los entiendo porque es un fenómeno que no solo se da en las familias católicas sino en el mundo entero. Este mundo pragmático no le haya utilidad a la fe.

Dos cosas me detengo a pensar en cuanto a esto. Primero, esa impotencia, ese enojo ante los “incrédulos” tiene que convertirse en la iglesia en un férreo afán por considerar nuevas formas de transmisión de la fe, porque tenemos que aceptar que las que usaron con nosotros quizás ya no sean funcionales. En vez de gritar, condenar y excluir a los que no alcanzan a entender la maravilla de creer en Dios, vamos a mostrar un rostro compasivo y lleno de paciencia como el que Dios nos muestra cada día. Y en segundo lugar, es necesario invitar al mundo a dejarse amar por Dios, como nos dejamos amar por nuestra madre o nuestro padre cuando somos niños sin ese soberbio y mezquino “sentido de la utilidad”. El amor sirve para algo claro que sí, pero el verdadero amor nunca nos servirá para comprarnos una camioneta del año, sino para ser verdaderamente felices y perfeccionarnos como personas. Es así que este amor “gratuito e inútil” sirve simplemente para ser verdaderos seres humanos y herederos del cielo.

Tenemos frente a nosotros en este año de la fe una empresa importante. Reconocer que nuestra fe y la fe que debemos ofrecer como iglesia es una relación con Dios, con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que para iniciar esa relación debemos responder a un amor que Dios ya nos tiene, buscando su rostro, conociendo su voluntad, y es ahí donde la iglesia, sin más pretensiones  dará a conocer el eterno amor de Dios,  presentará frente a los “incrédulos” no a una institución sino a una persona: Cristo, esposo de la Iglesia.

Date la oportunidad de vivir este año de la fe de manera muy concreta, conociendo, reflexionando y redescubriendo tu fe en ese alguien terriblemente cautivador y cercano.

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