Reconozco mi falta de
sensibilidad a un fenómeno cada vez más recurrente en el ministerio de la
confesión. De cuando en cuando, pero sin falta, vienen y se ponen de rodillas
con verdadera preocupación algunos fieles pidiendo perdón “por su falta de fe”
o algunos otros porque ya no “creen igual”. Viendo otros treinta penitentes en
fila esperando la confesión mis respuestas se acortan y terminó recomendándoles
buscar alguna catequesis, un grupo, o en el mejor de los casos la lectura de
algún evangelio a fin de presentarlos
cara a cara con ese Cristo que gusta darse a conocer por muchos medios, y del
que es necesario “buscar su rostro” como ya desde antiguo anhelaba el salmista
(Salmo 26).
Pero cuando tengo un poco más de
tiempo o me decido a de alguna manera “ignorar” la presión sacramental masiva,
me detengo a explicarles, especialmente a los jóvenes, que aquella preocupación
de incredulidad es un magnífico signo de un corazón que sin que nos demos
cuenta esta sediento de la iniciativa amorosa de Dios, pues al fin y al cabo es
él quien “nos amó primero” (1Jn 4,19). Les explico que la fe verdadera no es un
conjunto de actividades, o de cumplimiento de reglas, la fe es una relación y
una relación de amor con Dios, relación de amor con Dios en sus tres distintas
personas, relación de amor que para mí, que soy humano, conlleva toda ese menú
de experiencias emocionales que van desde el enamoramiento cautivador, hasta
las lagrimas desesperadas, el miedo deshonroso, la rutina pasmosa de lo
cotidiano, hasta el coraje y el grito molesto de incomprensión. Dios sabe que
somos humanos y que su amor se dirige a seres con esta gama, a veces inestable,
de emociones. Por eso la fe es “dinámica” y siempre viva.
Este año por inspiración del
Espíritu Santo, nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI, ha proclamado el año
de la fe. Ha convocado a la iglesia a una “reflexión y redescubrimiento de la
fe” manifestada en una “verdadera conversión al Señor”, así lo dijo en la
iluminadora Carta Apostólica “Porta Fidei” al momento de la proclamación.
Dios va dirigiendo poco a poco
nuestros corazones y nuestras mentes a esta reflexión si nuestro corazón está
dispuesto a su luz. A mí, de manera muy especial, me ha dado en estos últimos
días la oportunidad de establecerme preguntas fundamentales acerca de la
experiencia de fe, de su transmisión, de los creyentes y de los no creyentes. Y
todas estas preguntas se encarnan de manera muy especial al reconocer por fin,
la relevancia de este fenómeno que empecé compartiéndoles.
Dentro de este sin número de
casos que menciono al principio quisiera resaltar uno que también tiene su
frecuencia recurrente. Los papás que se acercan profundamente mortificados
porque alguno de sus hijos declara con gran firmeza que creen en Dios pero no
en la iglesia, o que tajantemente afirman, que no ven la necesidad de creer en
Dios. Y en su afán de sacarlos de ese
“bache de incredulidad” los papás empiezan explicando con suavidad y terminan
-ante la indisposición de sus hijos- vociferando un regaño e imponiendo una dura
reprimenda. Los entiendo, y los entiendo porque es un fenómeno que no solo se
da en las familias católicas sino en el mundo entero. Este mundo pragmático no
le haya utilidad a la fe.
Dos cosas me detengo a pensar en
cuanto a esto. Primero, esa impotencia, ese enojo ante los “incrédulos” tiene
que convertirse en la iglesia en un férreo afán por considerar nuevas formas de
transmisión de la fe, porque tenemos que aceptar que las que usaron con
nosotros quizás ya no sean funcionales. En vez de gritar, condenar y excluir a
los que no alcanzan a entender la maravilla de creer en Dios, vamos a mostrar
un rostro compasivo y lleno de paciencia como el que Dios nos muestra cada día.
Y en segundo lugar, es necesario invitar al mundo a dejarse amar por Dios, como
nos dejamos amar por nuestra madre o nuestro padre cuando somos niños sin ese
soberbio y mezquino “sentido de la utilidad”. El amor sirve para algo claro que
sí, pero el verdadero amor nunca nos servirá para comprarnos una camioneta del
año, sino para ser verdaderamente felices y perfeccionarnos como personas. Es
así que este amor “gratuito e inútil” sirve simplemente para ser verdaderos
seres humanos y herederos del cielo.
Tenemos frente a nosotros en este
año de la fe una empresa importante. Reconocer que nuestra fe y la fe que
debemos ofrecer como iglesia es una relación con Dios, con el Padre, con el
Hijo y con el Espíritu Santo. Que para iniciar esa relación debemos responder a
un amor que Dios ya nos tiene, buscando su rostro, conociendo su voluntad, y es
ahí donde la iglesia, sin más pretensiones
dará a conocer el eterno amor de Dios, presentará frente a los “incrédulos” no a una
institución sino a una persona: Cristo, esposo de la Iglesia.
Date la oportunidad de vivir este
año de la fe de manera muy concreta, conociendo, reflexionando y redescubriendo
tu fe en ese alguien terriblemente cautivador y cercano.
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