jueves, 8 de diciembre de 2011

Avivemos nuestra Esperanza

Empiezo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Tengo la esperanza de escribir algo no solo coherente sino algo que se disponga a dar un mensaje iluminado por la sabiduría de Dios.

Durante estos días el tema de la esperanza se respira en la iglesia tan tangiblemente como el olor de los churros, el champurrado y los tamales. Disculpen la burda comparación, pero realmente así lo siento. El año pasado por estas fechas había ya recibido la noticia de mi ordenación y esperaba pletórico la llegada de ese momento, pero la espera era algo delicioso al paladar. Cuando algo se espera de Dios, la espera se convierte en sí misma en una delicia.

Este año las esperanzas se avivan y surgen nuevas. Un hombre sin esperanzas es un hombre muerto. Este adviento espero una lluvia de bendiciones en la actividad que mis jóvenes realizarán. Bendiciones para ellos y que ellos puedan reconocer. Espero que Dios les salga al encuentro en la actividad misionera y que se viva una navidad con ese sentido de encarnación divina. Espero que esta iglesia de Monterrey siga siendo conducida por Dios en la figura de un nuevo Pastor, santo y sabio, por quien mi comunidad y yo oramos  juntos al final de cada misa.  Espero que Dios bendiga a mi familia con la paz y con la fe, y que haga lo mismo con cada familia que lo invoca con esperanza.

Espero que Dios siga teniendo misericordia de mí, que me reconozco abismalmente imperfecto y falible. Espero su gracia que hace posible que mi ministerio sea un mensaje suyo. Espero su amor que me infla (en estos últimos años, muy literalmente, jajaja) y me ayuda a amar con un amor verdadero a aquellos que los buscan y aquellos que pierden el tiempo viéndome a mí, en vez de verlo a él, en vez de escucharlo a él.

Soy un hombre feliz, porque Dios aviva mis esperanzas. Sufro como todos, me enojo como todos, pero mientras tenga puesta en Dios mis esperanzas de llegar un día a estar en plena y perfecta comunión con él, esa felicidad no se acaba. Él me ha ayudado a entender desde hace ya buen tiempo que su felicidad es más que risa y alegría, su felicidad es también, llanto, esfuerzo, pujanza, voluntad férrea que aplaste el propio orgullo y pereza para servirlo a él.

Es tiempo de esperanza, es adviento. Estamos esperando que él regrese, al mismo tiempo que esperamos esa formidable y tierna celebración del momento en que Dios dio cumplimiento a las esperanzas de Adán, de Moisés, Abraham, de Isaac, de Jacob, de David y Salomón, de Sansón y de Samuel,  de Isaías, de Jeremías y de todos los profetas. A ellos les cumplió, y de qué manera, imaginen cuando dé cumplimiento a nuestras esperanzas.

La invitación es a dirigir siempre aquellas esperanzas “estructurales” de nuestra vida a Dios. Ciertamente, nuestras relaciones humanas hacen que esperemos siempre algo de él otro, seamos muy sabios y entendamos que si nuestra felicidad en la vida depende de otro ser humano inevitablemente seremos infelices, “maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras se aparta del Señor” (Jr 17, 5). Ciertamente confiar nuestra felicidad en manos de un ser humano es una maldición, es una tragedia anunciada. Las personas que nos rodean son causa de nuestra alegría, de nuestro orgullo, de nuestro amor, pero no de nuestra felicidad. Dura sentencia, pero real. Por ello es aun más desastroso considerar las cosas y los éxitos o fracasos como causa de nuestra felicidad o infelicidad. Nuestra felicidad es Dios nunca debemos de olvidarlo, de allí que nuestras esperanzas más vitales deben estar enfocadas en él.

Afiancemos nuestras esperanzas, redirigimos nuestras atenciones, disfrutemos la alegría, aprendamos del dolor, todo con tal de lograr nuestra felicidad en una comunión cada vez más plena con Dios.  Amén. 


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