Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.
Se necesita estar verdaderamente enamorado para vivir una verdadera noche buena. Se necesita esa voz en el interior del corazón que dice “hoy nace de quien estás enamorado. Hoy nace quien te ama con eterno y fiel amor”. Se necesita ser lo suficientemente cursi, para desear a la media noche cargar en nuestros brazos la figurilla del Dios que no tuvo miedo de depositarse en nuestras manos, ni al nacer, ni al morir, y descubrir que hasta el pesebre era más limpio que mis propios brazos.
Se necesita ese amor extremo que san Juan le adjudica a él mismo, para que en medio de la fiesta y la romería, hagamos un espacio y bajemos al fondo de nuestra alma, allí donde Jesús ha estado desde antes de este día. Ahí donde le gusta a él estar y esperar pacientemente a que al fin seamos nosotros los que nos acurruquemos en sus brazos para que después él nos regrese a la fiesta y a la romería a intercambiar un amor lleno de él con los que también festejan su nacimiento.
Para vivir la navidad se necesita amarlo a él, tenerlo a él, encontrarse con él, personalmente, cara a cara, en la escucha de su Palabra, en la comunión de su Cuerpo, en la oración que se convierte en dialogo saturado de intimidad.
Se necesita de él, y no se necesita de nada más. Así los más pobres sabrán que en su navidad no es necesario que nadie les dé sino que ellos darán y los ricos sabrán que un simple regalo no es suficiente para celebrar verdaderamente la navidad. La belleza de esta celebración consiste en ese eco de bondad que resuena en todos los seres humanos, que una vez al año, al menos, somos capaces de salir de nosotros mismos, y ofrecerles alegría y amor a los demás, del mismo en que de un modo admirable lo hizo Dios, dándonos una alegría eterna y un amor infinito que nunca hemos merecido.
Disfrutemos nuestras fiestas y celebraciones, brindemos y cenemos, pero que en medio de la exaltación por nuestro amor tierno que nace niño, sepamos custodiar y exigir un momento para encontrarnos personalmente con él.
Presentémosle nuestras manos sucias de pecado, nuestros sudores y cansancios, como los pastores lo hicieron, pero vayamos a él, presurosos, eso es lo único importante para él, y él para nosotros es lo único importante en esta noche, lo único necesario.
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